Cuando los países se suicidan. Take 2

En diciembre de 2015, cuando la discusión sobre la participación en las elecciones parlamentarias de Venezuela se centraba en la posibilidad de promover el cambio político con una masiva votación opositora, la desconfianza en la opción electoral seguía siendo un argumento de peso para algunos sectores de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD). No fueron pocas las advertencias sobre la última oportunidad de acudir a unas elecciones medianamente “libres”, considerando la eficiencia del régimen chavista para despojar de competitividad a los procesos electorales con la manipulación de las condiciones para la participación, inhabilitando candidatos con opción de triunfo, alterando o ignorando las reglas de juego, y de manera especialmente efectiva, provocando divisiones y rupturas en la coalición opositora. La naturaleza instrumental de las elecciones -para el chavismo- tiene plazo, pues en la medida en que el régimen pierda capacidad para controlar todas las variables -principalmente el resultado- el proceso electoral se hace innecesario.

 

Sin embargo, es necesario aclarar algunos aspectos en aras no solamente de plantear una discusión seria -sin estridencias- sino con la intención de presentar argumentos que puedan contribuir con la construcción de una agenda común posterior al 20 de mayo. En principio, porque resulta poco productiva la confrontación votar/no-votar, cuando lo central, tratándose de un régimen cada vez más autoritario, es la diferenciación entre el evento electoral y la institución electoral[1].  Durante los últimos años hemos venido defendiendo la participación electoral –institución electoral– en oposición al argumento que considera como una traición el ejercicio del voto, a pesar de la constante crítica a las manipulaciones del Consejo Nacional Electoral que acompaña la decisión de votar. En el año 2005 se intentó infructuosamente deslegitimar las elecciones parlamentarias (evento electoral), cuando el chavismo estaba en mejores condiciones gracias a su alianza con el régimen de Fidel Castro, proporcionándole el soporte técnico e ideológico necesario para debilitar a una muy heterogénea oposición. En esa oportunidad, la renuencia a participar en el evento electoral contribuyó en buena medida al debilitamiento de la institución electoral.

 

El desgaste opositor obedece a un cúmulo de desaciertos: ausencia de estrategias consensuadas, debilitamiento en la capacidad de representación, carencia de una agenda común que se expresa en el  permanente desacuerdo sobre la participación electoral, perdiendo de vista que el objetivo principal es demostrar fuerza como actor político (como en efecto lo fue el indiscutible triunfo opositor en las elecciones parlamentarias de 2015), a pesar de la desconfianza hacia el sistema y las autoridades electorales. El chavismo, desde su concepción, ha usado los procesos electorales para legitimarse, pero sin que ello signifique que se trate de un proyecto democrático. Este es un aspecto de la crisis del país que no debe perderse de vista en la discusión política. El sector que representa la primera (y única) línea de defensa de mecanismos democráticos como el voto, ha sucumbido al poder de destrucción del régimen chavista, porque se enfrenta a un régimen militar. Sin embrago, la tragedia de Venezuela va mucho más allá del poder de una banda criminal apoderada de un país indefenso, se trata de una sociedad paralizada, incapaz de reconocerse como instrumento para el cambio.

 

Las transiciones políticas pueden ser democráticas o totalitarias. La convocatoria electoral del 20 de mayo para unos representa la posibilidad de rescatar la democracia, pero para otros se trata de la antesala a un régimen totalitario. En lo que no hay dudas es en calificar al régimen venezolano como autoritario: habiendo despojado a la Oposición de sus candidatos naturales, convoca mediante un proceso írrito a una Asamblea Nacional Constituyente cuyo resultado fue un fraude electoral denunciado por la misma empresa proveedora de la tecnología usada en los comicios venezolanos, para que no quedaran dudas sobre la capacidad y determinación del régimen de violentar resultados electorales, sumado  a la manipulación de la población a través del acceso a alimentos con la adjudicación de las cajas de comida distribuidas por los CLAP, exigiendo además como documento de identificación el Carnet de la Patria, ambos instrumentos de control social. Está claro que para el chavismo el escenario óptimo es que la oposición no participe (se abstenga), pero en caso contrario, no tendrá problema en usar todo su poder para evitar perderlo. La oposición tiene dos opciones: participar a sabiendas de las condiciones, o abstenerse en señal de protesta. El argumento de la legitimidad termina siendo trivial para un régimen que perdió todo rastro de legitimidad cuando desconoció la Constitución luego de la muerte de Chávez en 2013, una vez que tuvo que definir su sustitución.

 

En cualquier caso, participar o abstenerse carecen efectividad si no cuentan con el respaldo de la mayoría de la Oposición. El régimen chavista fue anulando a todos los actores con posibilidades de movilizar el voto opositor, por la vía del encarcelamiento, la persecución y la inhabilitación política. La determinación del chavismo de mantenerse en el poder se evidencia en las condiciones de la convocatoria del 20 de mayo. En la Oposición, la candidatura de Henri Falcón no ha hecho más que abonar a la desconfianza, alimentando las diferencias de la coalición agrupada bajo la MUD. El desconocimiento de acuerdos políticos, como no juramentarse ante la ANC o presentarse a la elección presidencial son síntomas de una situación mucho más grave que ha quedado en evidencia con la parálisis opositora: no hay un proyecto político común que trascienda la salida de Maduro del poder.

 

La discusión sobre la participación termina siendo estéril cuando en la Oposición no hay nada que ofrecer más allá de la salida de Maduro. El tema crucial es cómo desmontar el aparato de Estado que el chavismo construyó en los últimos 20 años, el mismo que impide a la Oposición desplazar al chavismo por la vía electoral. La candidatura de Falcón no ha logrado promover un consenso, tanto dentro como fuera de la MUD, porque las posiciones se han desgastado en la formulación de acusaciones en lugar de atacar a los culpables de la tragedia que vive Venezuela. El factor determinante para una ruptura dentro del chavismo y las posibilidades de reconstrucción democrática sigue siendo la institución militar. Las acciones políticas, las estrategias económicas y las políticas sociales del chavismo no tienen otro propósito que conservar el poder. El chavismo hará lo que sea necesario para evitar su caída, pero una Oposición desunida y sin estrategias comunes le ahorrará ese trabajo.

 

 

[1] Ver: Autocratic Elections: Stabilizing Tool or Force for Change? Carl Henrik Knutsen, Havard Mokleiv Nygard, and Tore Wig

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Venezuela y su estrecho camino hacia la democracia

La probabilidad de una transición democrática en Venezuela sigue siendo tenue, a pesar de la indiscutible muestra pública de apoyo del gobierno de Donald J. Trump y sus esfuerzos para forzar un compromiso electoral por parte del régimen de Nicolás Maduro. Durante el año pasado, el presidente interino de Venezuela, diputado Juan Guaidó, llevó sobre sus hombros el peso de una significativa muestra de apoyo, tanto a nivel nacional como internacional, con la esperanza del retorno a una vida digna en Venezuela. La alarmante cantidad de venezolanos que abandonan el país (se espera alcance los 6,5 millones para fines de 2020), a pesar de los reportes sobre exiliados que regresan al país, ha llevado a las naciones vecinas a limitar su entrada, lo que se suma a las insoportables condiciones que enfrentan como migrantes. Esta es una crisis humanitaria en todos los sentidos.

La situación en el país es crítica, con las poblaciones más vulnerables, niños y ancianos, sufriendo la falta de acceso a la atención médica, medicamentos y alimentos. Los Estados Unidos y la Unión Europea han asignado fondos para ser desembolsados ​​por los países de acogida que se ocupan de los refugiados venezolanos (Colombia y Brasil), con algunos recursos distribuidos a través de ONG locales, quienes tienen capacidad limitada para satisfacer las crecientes necesidades de apoyo de una población en general excluida de asistencia pública, debido al bloqueo de la ayuda exterior por parte del régimen. La tasa de inflación actual es del 65%, con una tasa interanual del 4,140% en una economía que adopta progresivamente de manera no oficial el dólar estadounidense como su principal moneda transaccional, contribuyendo a intensificar la brecha social y económica que existe entre la mitad del país con acceso a dólares, y la otra mitad excluida. Los niveles alarmantes de desnutrición están afectando a bebés y niños en edad escolar a un ritmo acelerado, la matrícula escolar ha disminuido significativamente y, en muchos casos, está vinculada al suministro de almuerzos exiguos en los comedores escolares. La interrupción constante de los servicios de energía eléctrica y agua continúa castigando al país, mientras que los más privilegiados tienen plantas eléctricas y tanques de agua individuales, considerados símbolos de una división social que está profundizando el resentimiento entre la capital, Caracas y la provincia.

Los enormes esfuerzos de las élites para adaptarse a un estilo de vida que está sometiendo a más de la mitad del país a una lucha por la sobrevivencia, es señal de que incluso con los efectos de las sanciones sobre la solvencia financiera del régimen, no hay intención de su parte de ceder el poder. La fuerza armada, claramente, no tiene confianza en un escenario en el que la oposición se haga con el control del país, por lo tanto, continúa apoyando la agenda de Maduro para permanecer en el poder. En consecuencia, las opciones no están del todo claras, incluso con Guaidó cortejando a los altos mandos, no parece haber un plan en marcha, aparte de insistir en la aplicación de sanciones. Los resultados no solo están intensificando las duras condiciones de vida para los menos afortunados, sino que también están facilitando una amplia gama de actividades delictivas desde el tráfico de drogas hasta el contrabando de oro en el país, con la sospecha de que si no están involucrados, ciertamente tiene el consentimiento de militares del más alto rango. La crítica con respecto a las sanciones tiene por un lado a un sector que discute sobre las consecuencias que recaen sobre la población más vulnerable, y por el otro los que afirman que el régimen ha tenido recursos y, sin embargo, no los dirige a proporcionar atención médica, medicamentos o alimentos a quienes más lo necesitan, sino que dirige esos fondos a la adquisición de equipamiento para las fuerzas armadas, como se evidenció en la exhibición militar más reciente, mostrando cuáles son las prioridades del régimen.

Ahora bien, un asunto que no se ve reflejado en las discusiones de las redes sociales (donde generalmente se encuentra uno con los debates más apasionados) es lo que realmente se necesitará para forzar una negociación con el régimen y, más específicamente, con los militares: convivencia y concesiones. Este tema sería suficiente para ser víctima del ciberacoso más feroz que uno pueda imaginar. El problema es que una fracción no muy representativa de la oposición pretende llevar a cabo esa tarea, obviando a la mayoría de los partidos políticos. La desconfianza de aquellos que reclaman desde el otro lado nace de la percepción de motivos oscuros detrás de quienes representan a ese movimiento ‘opositor’. Las inmensas posibilidades para la inversión extranjera y el pronóstico de un esfuerzo de reconstrucción similar al Plan Marshall, pero más ambicioso, son incentivos suficientes para que algunas élites se organicen en torno a una estrategia en la que los más beneficiados serán los primeros. ¿Qué está faltando aquí? La gente y su bienestar. La oposición debe ser lo más franca posible, porque este es uno, entre muchos otros factores, que está obstaculizando la posibilidad de una salida a la crisis.

La necesidad de encontrarle salida a la crisis hace inevitable llegar a un acuerdo con Maduro, su círculo inmediato y los militares. No hay otra forma de alcanzar un compromiso de elecciones justas y libres si no hay nada que beneficie al régimen en el poder. Por lo tanto, para hacerlo viable, se deben cumplir algunas condiciones y eso es para lograr que el régimen acepte negociar una salida. En las circunstancias actuales, no hay indicios de que estén dispuestos a ir en esa dirección, mientras cuenten con el apoyo de Cuba, Rusia, China, Turquía, entre otros, está claro que lucharán por mantenerse en el poder. Lo que queda para el pueblo venezolano es mostrar fuerza y unidad, porque una vez que termine el período legislativo actual, Maduro finalmente cerrará cualquier posibilidad de restauración democrática. Se está acabando el tiempo para la democracia venezolana, y la fecha límite de la administración Trump es noviembre de 2020, una vez que terminen las elecciones, ganen o pierdan, Venezuela quedará en el olvido.

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Lealtad o conveniencia: el matrimonio forzado entre Maduro y los militares en Venezuela

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Crisis de la metafísica de la democracia*

“Si se hubiera de definir la democracia podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona.”

María  Zambrano

 

La democracia es una etiqueta descriptiva (praxis) que no necesariamente refleja el ideal que históricamente le es reconocido (Whitehead, 2011: 21). En los últimos dos siglos, la discusión ha girado en torno a una democracia que constantemente hace referencia a un modelo que data de 25 siglos, pero que no tiene mayor relación que su denominación, con la experiencia actual.

Se ha abordado a la democracia, desde una caracterización de la misma en el contexto de la teoría política, no como procedimiento sino como modelo, situando la discusión en el debate de la modernidad y la postmodernidad, sobre lo que la crisis de la democracia representa; analizando el contexto epistemológico de la democracia, su evolución y crisis desde la teoría política contemporánea, en una aproximación a la definición de la postdemocracia.

La democracia, nacida en la antigüedad griega, hizo su transición hacia la modernidad, no sin antes superar la desconfianza y resistencia que inspiraba. El modelo que adopta, la representatividad, se concibe como un mecanismo para superar las debilidades que plantea la democracia directa y garantizar el control de sus instituciones, amén de fortalecerse por la influencia del modelo económico capitalista, con el cual inevitablemente resultaría asociada.

Ha sido precisamente esa asociación la que ha conducido a la democracia a experimentar importantes crisis, que como se ha desarrollado en esta contribución teórica, corresponde a una conjunción de circunstancias, generando más dudas que certidumbres, sobre el futuro de la democracia. La representatividad ha transferido su crisis a la democracia misma, haciéndola ver débil ante la amenaza autoritaria, sobre todo en sociedades políticamente inmaduras.

Pero observando los problemas de la democracia, desde el pensamiento político, la discusión se hace más compleja, pues no se trata del procedimentalismo que tanto preocupa, como los valores implícitos en un modo de vida, que encarne la democracia misma, y que se ve estremecido por las mismas razones que la modernidad es cuestionada. La crisis de la modernidad no deja de verse reflejada en la crisis de la democracia: hay una ruptura, la democracia representativa ya no responde a las demandas de una sociedad que desconfía de quienes eran los fiduciarios de su ejercicio soberano.

La crisis del capitalismo, no deja de tener influencia sobre la democracia representativa, sus efectos se dejan sentir además cuando se reclama una mayor participación del Estado, y se espera su admisión de un compromiso social más efectivo (Estado de Bienestar). Pero cuando el Estado no puede aumentar el gasto social [o con ello no es suficiente], las consecuencias afectan los cimientos de lo que la democracia está supuesta a garantizar a toda prueba: libertades individuales y colectivas, seguridad y bienestar, equidad en las oportunidades, convivencia social equilibrada.

La democracia participativa, puede ser vista como una de las consecuencias más importantes de las disfunciones de la democracia representativa, sin embargo no por ello deja de tener sus detractores, que ven en el participacionismo una medida insuficiente para la reconquista del ideal democrático (Sartori siendo uno de los más notables). La participación pretende rescatar algunos de los fundamentos de la democracia originaria, la griega, resultando claro que procedimentalmente, es inviable, por lo que su construcción requiere adaptarse a los espacios de una nueva relación Estado-Sociedad, marcada por el impacto de la globalización y la ampliación del modelo económico capitalista.

El espacio global, donde para autores como Held y Ortega, debe consolidarse una democracia mundial, responde a la necesidad de no solamente alcanzar regiones esquivas a la democratización, sino además fortalecer los procesos democratizadores, que son necesarios en la nueva configuración de los Estados, que como como la Unión Europea, representan una creciente complejización. Esa nueva realidad geográfica, política, social, cultural y económica requiere de una conducción política que responda a las complicaciones implícitas en dicho entorno.

En el pensamiento moderno, la democracia tardó en establecerse, cargando con el pesado lastre de experiencias pasadas que generaban recelo y desconfianza; sin embargo el tiempo y las circunstancias habrían de suavizar el ambiente para permitirle afianzarse como el modelo ideal de organización política, claro está, sin estar exenta de cuestionamientos y dudas con respecto a su realización, al estar constantemente sometida a comparaciones con la versión antigua griega.

La democracia moderna fue concebida dentro esas mismas convicciones y por tanto la crisis de la modernidad no ha dejado por fuera a la democracia.  Algunos autores como Ghehénno se preguntan si no será necesaria la vuelta al directismo democrático para salvarla; los autoritarismos la han desafiado, y la participación no ha sido, en el mejor de los casos, una salida favorable para su recuperación.

Tanto se ha socavado la experiencia de algunas democracias que se acercan peligrosamente al ejercicio autoritario del poder (como lo desarrollan O’Donnell, Levitsky y Way) dando lugar a otros modelos de democracia, que aun cuando se entiende se alejan del ideal moderno o de la misma poliarquía, tales como la democracia delegativa o el autoritarismo competitivo, se mantienen algunos elementos  característicos de la democracia procedimental, fundamentalmente en materia electoral.

La postmodernidad trajo al debate, como lo plantea Young (1998), una reinterpretación del pluralismo democrático, porque es en la política democrática donde confluyen aquellas identidades que han sido desplazadas, encontrándose afinidades y desafíos entre los más diversos actores. Y esto ocurre en medio de lo que la postmodernidad concibe como el fin de las certezas, la crisis del orden y la ruptura con una forma de concebir el poder. Los cuestionamientos provienen de sectores diversos, antagónicos pero que en circunstancias extremas, tienden a agruparse, como ejemplo reciente de ello, está el Movimiento de los Indignados, donde convergen las más disímiles motivaciones, unidas en una gran movilización de descontento (Nun, 2011), que reclama igualdad y justicia social, rechazando la voracidad del corporativismo financiero, la supresión de derechos laborales, hasta llegar a la defensa del ecosistema, mostrando el quiebre del espíritu de una época, de los paradigmas modernos. En la tradición de lo que señala Mouffe (1999) cuando describe a la democracia radical, como la unificación de los movimientos sociales plurales de la sociedad civil, en la profundización de la práctica democrática tanto en el Estado y como en la sociedad (Young, 1998: 491).

La crisis que retrata esa ruptura con el orden, tiene diversas lecturas, que se han recorrido desde la mirada de sus autores. Para unos, es una crisis de control y de legitimidad frente a los nuevos desarrollos económicos y políticos (Dahrendorf); mientras que para otros, la crisis se presenta en lo interno, amenazada desde las propias entrañas de la democracia (Bobbio). La crisis es el producto de un agotamiento por el cese de luchas (Comisión Trilateral) o por la caducidad del modelo (Hardt y Negri); aunque también puede ser vista como una crisis de crecimiento (Gauchet); es posible que la crisis de funciones e imagen pesen a la hora de buscar los por qué (Tezanos); sin embargo, la noción de una contrademocracia podría explicar por qué de súbito se cae en la desconfianza hacia la democracia (Rosanvallon). En la crisis hay elementos de autodestrucción de la democracia (Lummis); una multidimensionalidad, que no permite argumentar sobre la base de una causa única, pero es en la propia incapacidad de la democracia de satisfacer las demandas sociales (Linz) donde se concentra toda la crítica al modelo.

El problema, a juicio de la responsable de esta pesquisa, es que la crisis de la democracia ha trascendido lo meramente procedimental, no es la democracia electoral la que por si sola puede garantizar la credibilidad en el sistema. En realidad, son los valores que subyacen al ejercicio democrático los que le conceden el soporte necesario para resistir las exigencias, que en muchos casos, resultan disímiles o antagónicas, en una misma realidad social.

La crisis de la democracia no es una crisis de su denominación, es de su naturaleza, de su estructura, de sus componentes y de sus principios, es decir: de la metafísica de la democracia. Las realidades políticas, económicas, sociales y culturales no son las mismas que acompañaron a la democracia moderna en su consolidación, de allí que la naturaleza de la democracia no se corresponda con el contexto en el cual se inserta; sus niveles de acción han ido ajustándose a las demandas por una mayor participación, sin embargo, esto tampoco ha sido suficiente para recuperar la confianza en sus acciones, luciendo a veces como un sistema que obstaculiza el verdadero ejercicio de la soberanía (estructura). Los elementos asociados a la democracia, para garantizar su propósito, pueden entrar en cuestionamiento al producirse una pérdida de legitimidad, como los sistemas electorales, legislativos o judiciales (componentes). Los valores (principios) asociados a la democracia, las instituciones que los representan: Estado de Derecho, Libertad, Equidad, Justicia, son los pilares sobre los cuales descansa la legitimidad democrática; si alguno de estos valores se resquebraja, la democracia pierde terreno como modelo de vida.

La democracia se ha reinventado, la participación, la ciberdemocracia, la democracia mundial, la cosmocracia, no son sino, manifestaciones de un deseo de renovación, pero que muestra la voluntad de restauración de su fachada, no de sus cimientos, donde se cree están los grandes desafíos democráticos: la concepción el Estado y de su relación con la sociedad; los nexos con la economía; la corresponsabilidad con las demandas sociales; la apertura de espacios de decisión pública transparentes; el reconocimiento de mecanismos de vigilancia y seguimiento; la responsabilidad de la gestión pública; la participación en las decisiones públicas de forma efectiva, que son tan solo algunos de los más importantes aspectos de la democracia que revisten particular inquietud, si se observan los estudios de opinión sobre la democracia, efectuados por organismos multilaterales como el PNUD, por ejemplo.

Esto significa, que se está frente a una necesaria redefinición de la democracia, porque la que se ha conocido, no ha logrado superar las demandas de renovación que se han planteado. La denominación de democracia ha servido para que muchos regímenes antidemocráticos se revistan de legitimidad, haciéndola aún mucho más vulnerable a las críticas. La democracia debe tomar distancia de una concepción de su modelo que ha trascendido sus raíces.

Sin embargo, en la democracia persiste el deseo de sobrevivir, resistiéndose a sucumbir ante los autoritarismos, mostrándose desafiante, en una suerte de renacimiento de sus cenizas, en una  forma de resurrección, como postdemocracia, como lo que surge cuando se han exorcizado todos sus demonios.

 

* Capítulo perteneciente a la tesis doctoral: El concepto de crisis de la democracia en la teoría política: ¿En el umbral de la Postdemocracia? (2012)

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Making the case for Democracy in Venezuela

Venezuelans have become involuntary pawns of the never-ending ideological global battle between left and right. The struggle democrats in Venezuela have undertaken has been reduced to a “minority in the hands of the far-right” (that’s one school of thought), or “shameless beggars waiting for crumbs” (the regime’s talking point).

There is very little (to none) mention to the almost 20 years of effort Venezuela’s opposition has put into an electoral solution to the crisis, first during Chavez (and of course, the global left will remind us all of the 2002 coup they adjudicate absolute responsibility to the opposition as one), and later under Maduro. The regime’s narrative has always labeled the opposition as coup-plotters, at the service of the ‘empire’, and the global left has repeated it tirelessly.

The irony is that the Venezuelan regime with Chavez started a close relationship with Cuba, later extended to China and Russia, and the financial support these two countries have provided turned into a co-ownership that the global left has completely ignored, making their criticism of colonialism intellectually dishonest. The ‘empire’ label fits China and Russia like a glove, but the current outcry with the US support to the Venezuelan opposition apparently ignores the leverage those countries have on the current regime in Venezuela.

An example of this shameful double standard is the involvement of China and Russia in the mining business under control of the Venezuelan military. The calls from environmental activists and organizations warning on the threat these activities represent for the ecosystem have been ignored by the international left. This dubious intellectual honesty, or lack thereof, is the base for claims against the opposition, where instead of aiming at the mismanagement and atrocious violation of human rights, their position is solely based on the rejection of the current American administration.

The Venezuelan crisis has reached a defining moment that could lead to a democratic transition or the consolidation of an authoritarian regime. After years of confrontation between ‘chavismo’ -first with Chavez, then followed by Maduro- and the opposition political parties, the situation is probably in its most critical phase. The National Assembly is the remaining branch of government elected in a competitive election, with the opposition reaching the supermajority, that the Maduro regime has sought to neutralize with the creation of a parallel assembly, aimed at replacing the legislative body. This situation escalated after the National Assembly president, Juan Guaidó, applying article 233 of the Constitution, swore in as interim president with a clear mandate to call for elections, considering that Maduro was not legitimately elected for a second term. A bold move that has had significant consequences, triggering worldwide recognition, with predictable condemnations from allied countries, to the step taken by the opposition.

On the other side, Maduro and his regime have doubled-down on their promise to remain in power, they have resorted to repression, as usual, with more than 40 casualties in the latest confrontations, with the most violent procedures directed to people living in low-income neighborhoods. It is never enough to emphasize the violent nature of the Maduro regime, but what must not be ignored is the military support it continues to receive to remain in power. Venezuela has abandoned any democratic forms, and the military continues to impose its culture of violence in our society.

The efforts by the US, Canada, the Lima Group, along with most members of the European Union, have been instrumental in increasing the pressure on the regime, but it is necessary to stress that change in Venezuela is going to take more than ousting Maduro. The destruction Venezuela has endured with Hugo Chávez and Nicolás Maduro will require a lengthy reconstruction process, the country needs to rebuild political, economic and social institutions. Privatization will be inevitable, and this will deepen differences among the opposition, reminding us of previous rounds of privatization in Carlos Andrés Pérez and Rafael Caldera’s second terms in office, and the consequences (including Chavez’s failed coup in 1992 and his electoral victory in 1998).

Although there are great expectations with the possibility of Maduro leaving power, this is just the first step. There are still no signs of the regime’s fracture, nor of Maduro’s will to concede. The uncertainty is considerable, for all Venezuelans, and the fear for the outcome is intense. If Guaidó is successful, a very difficult transition will start, support will be determinant. The transition will require agreements among the opposition parties, and negotiations with displaced political forces. The calls for justice will not be responded with the swiftness people expect, and the pressure on the transition will be substantial. This could threaten the process, and that is why there needs to be a focus on the final objective and support for the current phase.

Venezuelans deserve a chance to pursue change, peace, and respect. Today nothing seems clear, but there is hope. Their only desire is to recover a sense of living with dignity. We know it’s going to take time and help. Is that too much to ask for?

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